divendres, 24 de gener del 2014

La Venta Andaluza (Primera parte)



Pasaron la noche en un hotel y luego, sin prisas, continuaron viaje hacia Madrid. Ya de mañana se apreciaba el calor que haría durante el día, lógico pues estaban en el mes de Junio.

Habían dedicado unas cuantas jornadas de su luna de miel a Marruecos, y ahora regresaban a su ciudad. ¿Felices? Pues hombre, en conjunto sí, ya se sabe lo que son estas  cosas. Eran jóvenes, veintidós años de ella contra veinticinco de él, y tenían toda una vida por delante. Pero Nieves estaba un poco preocupada, desde el día de la boda, Ernesto no había parado de beber en proporciones inusitadas. Durante su noviazgo, no es que fuese ciertamente abstemio entonces, no, pues empinaba el codo lo suyo, pero ahora había aumentado la cuota. Y también, ya puesta a preocuparse, hubiera querido que su hombre se mostrase más seguro de sí en la cama, más… hombre. Le veía muy nervioso, a veces hasta trémulo, y todas sus eyaculaciones con ella habían sido precoces, dejándola frustrada y… bueno, caliente.

Quizás el extraño caso de la Venta Andaluza, se inició en una carretera de Andalucía, hacia el mediodía, cuando Ernesto detuvo el coche, asegurando que no podía más de hambre y sed, se bebió cuatro o cinco cañas de cerveza. Después más adelante se pararon a comer, en un restaurante, los dos bebieron mucho vino en la comida y Ernesto acabó con dos copas de coñac con hielo. Después prosiguieron la ruta. El sol daba fuerte, y se pararon, más adelante en un pueblo bastante grande, se hospedaron en un viejo hotel. En la habitación hacía un calor horroroso, Nieves preguntó ¿Nos duchamos? Y Ernesto contestó “Sí, desde luego”.

Ella le precedió al cuarto de baño. ¡Qué incómodo era aquel vestido! Muy bonito, eso sí, porque se le ajustaba como un guante al cuerpo, y le hacía un tipazo… Además, las aberturas laterales de la falda le daban mucha vistosidad. Pero ¡vaya calvario, qué barbaridad! Y tuvo que forcejear al quitárselo, de la cintura para arriba.

Luego, se miró al espejo.

El espejo no era muy grande y Nieves se vio de los hombros a las ingles. Pero, ¡caray!, no le disgustó, no tendría quejas su marido, no, porque ella era una niña muy bien hecha. Y… ¡qué monísimo le estaba aquel juego de braga y sujetador que había estrenado hoy! Color melocotón, las dos prendas, realzaban la cualidad un tanto “mielosa” de su propia piel. Siguió mirándose complacida mientras quedaba totalmente desnuda ante el espejo. No, no podía quejarse Ernesto, las tetas, no excesivamente voluminosas, eran en contrapartida, firmes, juveniles; y su coño, con el pelo tan negro y tan tupido… ¡parecía tan “nuevo”…!

Se enjabonó con delectación y, mientras se frotaba a fondo abajo, con el coño cubierto de blanca espuma, empezó a darle gusto. Ya estaba otra vez deseando hacerlo, ¡qué barbaridad!

Salió a la alcoba descalza y desnuda, salvo por la breve bata, y vio que Ernesto estaba asestándose un largo trago, con la botella de whisky que había comprado en Ceuta. Se sentó Nieves en su regazo, y la bata se le abría… Él la llevó al lecho y, tras acariciarla someramente, se sacó la polla y se la metió… y tan sólo unos segundos después le vino el orgasmo, corriéndose dentro de ella.

Ya estaba. Y se fue a la ducha.

Nieves quedó frustrada una vez más, quedándose jodida a medias y bastante enojada por la rapidez de su marido. Ernesto salió nuevo de la ducha. Claro, como ya había “cumplido”… Dijo:

-¿Salimos?

Y al poco rato estaban en la calle, parecía la principal del pueblo pues era la más larga y estaba llena de bares y establecimientos de toda clase. Habrían podido dormir la siesta pero con aquel calor. Claro que en la vía pública, no hacía menos calor. Eran apenas las ocho.

El whisky le había dado hambre a Ernesto, y a ella se la dio enseguida el vino. Se pusieron a tomar cosas, y posibilidades no faltaban en aquella calle.

El primero de los bares era asturiano, muy grande y estaba prácticamente vacío. El segundo en cambio, resultó muy angosto, poco más que un cuchitril. Había barricas y se encontraba vacío del todo, en este bebieron vino andaluz. Luego tomaron jamón en un bar con muchas luces fluorescentes, a pesar del sol, y canapés de ahumados en el cuarto, donde sí había gente, y gritos y humo; y donde los camareros hablaban con ese acento andaluz, tan típico.

Y luego al final de la calle, casi en las afueras del pueblo, entraron en la Venta Andaluza. Había sido todo tan raro que, recordándolo a posteriori, a Nieves le pareció siempre que el recuerdo se aproximaba más a un sueño que a la realidad. Bueno, la Venta Andaluza, era una taberna, que en un principio no resultaba extraña, había toneles para tomarse los chatos de pie, utilizándolos como mostradores, y sólo en un rincón, cerca de la puerta, vieron otro mucho más pequeño con taburetes enanos a su alrededor. Era el único sitio para sentarse. Pero lo raro –ambos penetraron a curiosear, ya bastante trompas, sobre todo Ernesto-, lo que llamaba la atención era la trastienda, a la que se accedía desde el otro recinto por dos puertas tapadas por cortinas, al otro lado de la puerta había dos filas de tres mesas cada una, adosadas a las paredes, y en el centro un extraño retrete. Estaba delimitado por dos muros, pero éstos no medirían más de un metro sesenta de altura, aproximadamente, y la puerta eran tres maderas que tapaban sólo el centro, por lo que se veían desde fuera –con la puerta cerrada- la taza y la cisterna. Pues vaya intimidad, para hacer allí las funciones fisiológicas de uno… Claro que seguramente sería utilizado sólo por hombres, y así mirado ya no era tan raro. Al fin y al cabo en su viaje de novios habían visto tabernas viejas, con urinarios mucho peores… Pero esto era aún más insólito, y mirándose se rieron…

Empezaron a beber, y al cabo de un rato sostenían una “profunda” conversación con el dueño, que dijo llamarse Sebas. Le contaron que estaban en viaje de luna de miel y puso cara de pillín. Nieves notó que miraba disimuladamente a sus rajas –no las suyas, no, sino a las del vestido-, por las que se le veían trocitos de muslo. Por cierto ¡cómo debían estar sus otras rajas! Con las prisas que le habían entrado a Ernesto, ¡ni se lavó, y además se había puesto la misma braga! De estar aquí su madre seguro que le habría dicho “¡qué vergüenza, si te pasa algo por la calle…!”, como si cuando te pasa algo por la calle, no existiera otra preocupación más urgente que averiguar el grado de limpieza de las bragas, vamos…

Llegaron nuevos clientes. Al parecer eran amigos de la casa –eso dijo el dueño- e iban todas las tardes por allí. Les contó Sebas que eran una pareja de novios, en plena luna de miel, y todos vinieron a darles la enhorabuena y se enzarzaron en conversación con ellos, cual suele suceder, cuando el vino desata las lenguas y las inhibiciones. Juan, el más atrevido, felicitó a Ernesto dando antes un silbido y poniendo los ojos en blanco:

-¡Enhorabuena, hombre, vaya monumento de mujer que te has llevado!

Y a todos se les iban los ojos a las rajas.

Y entonces Ernesto dijo: -¡Más copas de vino y tapas marchando para todos…!

-¡Caramba,- dijo Juan-, le estáis dando de firme!, ¿eh?

-¡Si supierais el día que llevamos!

-Pues a nosotros no nos achantáis. Ya veréis qué pronto os cazamos… ¡hay que ir por las treinta copas y tapas!

-¡Viva los novios! Yo me pago dos rondas en su honor. Y yo otras dos. Y yo. Y yo…

-Y aquí la casa invita a otras dos a todo el mundo, ¡ea!, que no se diga…

Eran simpáticos, pero en belleza estaban peor dotados, y es que no se puede poseer todo en la vida. Juan, tendría cerca de cuarenta años (bueno casi todos andaban por esa edad); era bastante alto e iba bien vestido, con traje y corbata, pero tenía una buena barriga… Y su rostro tampoco constituía un dechado de perfección, surcado de venillas amoratadas, le brillaba la nariz, más morada que el resto, como si le fuese a estallar. Los ojos eran negros, brillantes, espabilados, “ojos de quinqui” –pensó Nieves-. Su amigo más intimo –parecía-, era Paco, mucho más bajo pero también con barriguilla, tenía cara de pez rojo, aunque su piel era muy blanca y el pelo muy negro. Los ojos casi idénticos a los del amigo. Había un bajito con gafas, Blas, muy escandaloso, y otro, Pepe, era alto y más barrigudo que nadie; además, se le notaba muchísimo por llevar jersey. Tenía una gran peca, en la mejilla al lado de la nariz. El dueño, Sebas, no se les parecía, era más fornido, más velludo, con el pelo echado hacia atrás y los rollizos brazos al aire. Las manos, amoratadas y medio tumefactas de tanto tenerlas en el agua.

Ernesto se había enzarzado a hablar de política –su tema predilecto aunque no se supiera por dónde andaba, pues tan pronto se declaraba de izquierdas como de derechas- con Pepe, en un extremo del mostrador, olvidado de Nieves, y los otros tres se quedaron en el opuesto, rodeándola y charlando con ella.

La conversación de este extremo de la barra pronto derivó hacía el erotismo:

-¿Te gustan? Bueno, haces bien, pero son un poco delgaduchos para una mujer como tú, ¿no te parece?

Estaban comiendo con las tapas, barritas de pan, finas y alargadas, así comenzó la conversación “sexy”, que poco a poco fue abarcándolo todo. Así por ejemplo cuando llegaron a la tapa de puerros:

-¡Bah, qué puerros tan blandorros! A ti te gustarán más los puerros duros, ¿no?

Blas, el pequeñito, dijo de pronto que él sabía echar la buenaventura y se apoderó de su mano. Juan el osado, le echaba el brazo por encima del hombro para sustanciar sus frases, apretándole con la mano grande y fuerte su desnudo brazo. Y Paco, el cara de pez, ¿quién iba a decirlo?, le puso la mano sobre la rodilla y abriéndole las aberturas del vestido afirmó:

-¡Qué morenita y qué rica estas nena!

Tenía la voz ronca, y Nieves empezó a notar dos sensaciones simultáneas y contrapuestas. Una de ellas, agradable, pues sintió por entre las piernas aquel calor mezclado con un “chisporroteo de gustirrinín” de cuando se calentaba, pero también experimentó por la misma zona, una desagradable alarma: ¡se estaba muriendo de ganas de mear!

Con los nervios producidos por este descubrimiento se le vertió un poco de vino sobre el regazo… y Juan debió ver el cielo abierto, pues cogió una servilleta y se puso a limpiarla.

-¡Dame un sifón, Sebas!

Antes de que ella tuviera tiempo de reaccionar, le echó un chorro sobre el vestido, entre los muslos, lindando con su sexo, y arreció en la faena. Subía y bajaba descaradamente la mano, limpiando, y una de las veces la yema del dedo gordo la golpeó justamente encima del clítoris. ¡Qué gusto le daba! Claro, si Ernesto no la tuviera tan frustrada… Por cierto que no la estaba haciendo ni puto caso, vuelto de espaldas, hablaba sin parar con Pepe el de la peca.

Blas el enano no le soltaba la mano, ya sin pretextos pitonisos, y Paco cara de pez volvió a ponerle la suya sobre la rodilla y le subió el vestido, ahora descaradamente, dejándole toda la pierna al aire.

-¡Qué muslos más ricos, reina!

Detrás del mostrador se oyó en aquel momento:

-¡Marchando la convidada undécima…!

Nieves dijo en voz alta:

-No puedo beber más.

Y Juan el atrevido quiso saber por qué.

-Porque… me estoy haciendo pis.

Rieron todos, como celebrando una increíble gracia.

-Pues, hija eso pasa en las mejores familias. ¡Hazlo!

-Hay otro… ¿servicio?

-Y… ¿para qué lo quieres?

-Es que…

-¡Ha, ya, que ése se ve desde afuera!, ¿no?

-Sí.

-Pues con no mirar…

-Vaciló ella, y el atrevido hizo que se enfadaba:

-A ver si te crees que nunca hemos visto un coño.

¡Qué grosero! Pero se estremeció con la observación, y le aumentó la calentura. Al final Juan el atrevido se fue con ella. Dijo que se apostaría detrás de las cortinas, para que no entrase nadie, y que por supuesto él era un caballero y no iba a asomarse… La trastienda continuaba vacía… y oculta del bar por las cortinas.

Nieves no podía más: se meaba por las piernas abajo. Entró en el cubículo del retrete y cerró cuidadosamente la puerta con pestillo tras de sí. Tuvo que remangarse el dichoso vestido hasta la cintura. Luego, se bajó las bragas y se sentó. El pis le salió como si tuviera una manguera a presión entre las piernas… y mientras lo estaba haciendo levantó la cabeza y vio los ojos brillantes de Juan el osado, que la contemplaba de frente por encima de la puerta. ¡Qué sinvergüenza, no había cumplido su promesa, y le estaba viendo todo, el cochino…! Pero tuvo que terminar la meada sin decir palabra, y luego se puso de pie. Iba a subirse las bragas cuando le oyó cuchichear:

-¡No te las subas todavía!

Y, terminado la desazón de las ganas de mear, todos los chisporroteos de la entrepierna se le convirtieron en una traca de placer y deseo, y le obedeció. Era consciente de que le estaba enseñando el coño, a partir de entonces, por su voluntad. Las bragas, olvidadas, se le cayeron piernas abajo hasta los tobillos. ¡Qué cara de caliente tenía el atrevido! Su cabeza emergía del muro como si posase para una foto grotesca, y estaba más amoratado que nunca. Le oyó:

-¡Qué coño más rico tienes!

Y en seguida oyó Nieves una voz a retaguardia que contestaba:

-Pues si vieras el culo…

Volvió la cabeza. El cara de pez la estaba contemplando el trasero tan a su guisa como el otro el coño.

-¡Abre la puerta!-susurró el atrevido.

Y ella contestó, sin saber lo que decía:

-¿Para qué?

-Porque yo también me estoy meando.

Nieves no pudo contenerse y le obedeció de nuevo. No se había quitado las bragas de los tobillos y avanzó a pasitos y saltitos cortos.

Abrió y en el acto penetró él, comenzando a meterle mano.

-¡Guarra lo tienes todo meado!

Y a continuación:

-¡No te preocupes, que no voy a hacerle ascos!

Seguramente para demostrárselo, le metió un dedo dentro de la vagina, y le dio un gusto… Se agachó instantes después para desligarle los pies de la braga, y avanzaron luego hacia la taza del retrete.

-¡Sácamela que voy a ver si puedo mear de verdad!

Le hizo ponerle la mano sobre la bragueta, y Nieves notó dentro un bulto enorme.

-¡Venga, bájame la cremallera!

Se la sacó. ¡Vaya instrumento, era casi el doble que el de Ernesto!

-¡Bájamela!

Lo intentó, pero aquello no bajaba ni a la de tres.

-Bueno, déjalo, ya mearé luego.

Se sentó en la taza del retrete, con aquello tieso, y la hizo volverse de espaldas a él. Paco, cara de pez, fascinado, seguía contemplándolo todo desde su puesto de observación.

-Siéntate encima de mí…

Y ella descendió el orificio, toda dócil, hacia la polla de Juan, el atrevido, con lo caliente y mojada que estaba, se la metió toda de golpe, y empezó a moverse, saltando sobre ella, se estaba excitando rápidamente, y sólo le faltó verle la cara de vicioso que tenía el cara de pez, asomado mirándolos , para correrse, tuvo un orgasmo, como no recordaba en mucho tiempo, del gusto que le dio, inició un tremendo grito, pero Juan, le tapó la boca con la mano, y quedó casi silenciado. Siguió sentada sobre los muslos del atrevido, con todo lo suyo clavado hasta el fondo de su coño, y retorciéndose sobre la polla fue calmándose del clímax que había tenido.

Entonces Juan, alzándola, le sacó la polla, que aún continuaba con una tremenda erección y dijo:

-Vamos a hacer las cosas bien, no vaya a venir tu marido y tengamos una tragedia. Primero nos asomaremos para ver si está tranquilo…

Salieron como estaban, ella con el vestido remangado, y él con la cosa bamboleante, y miraron a la taberna por un resquicio de la cortina. Nieves notaba el instrumento aquél golpeándole las nalgas, y tenía unas ganas tremendas de ser penetrada de nuevo. Las manos del atrevido le estaban dando un repaso a todos sus orificios naturales desde la retaguardia… Se había guardado sus bragas en un bolsillo de la chaqueta, y ahora dijo:

-Mira, Nieves, vas a ir adonde está tu marido, para que te vea, y si se queda tranquilo – ¡debe estar borrachísimo!- haces acto de presencia y luego te vienes, y si no, si no… le dices que vas a salir al patio a ver los canarios de Sebas, o cualquier tontería…

Nieves se bajó el vestido, mientras caminaba incierta por la taberna. Vio que el atrevido salía también detrás (luego de abrocharse la bragueta) y apoyado en el mostrador, hablaba con Sebas.

Fue Nieves, dócil, al rincón de su marido, que estaba borracho como una cuba, y ni siquiera se había dado cuenta de su desaparición. Sí, en cambio, el gordo de la peca, que sin duda lo estaba anotando todo y esperando su turno.

Ella dijo, maternal:

-Ernesto, ¿no estarás bebiendo demasiado?

El la echó con un gesto de la mano, como diciendo “fuera, que éste no es un tema apto para mujeres”, y siguió enfrascado en su conversación con Pepe, el de la peca. Le oyó decir:

-¿Y la seguridad pública, qué? ¿Qué me dices de la inseguridad de las calles?  Estaba disfrutando muchísimo con el tema.


Bueno, y Nieves con el otro tema, ya que el atrevido y cara de pez estaban esperándola detrás de la puerta, y nada más rebasar la cortina le levantaron el vestido otra vez hasta la cintura, y empezaron a disfrutar de sus partes más íntimas, repartiéndoselas como buenos hermanos.

Col·laboració de Nerus

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